domingo, 14 de febrero de 2016

Los ojos del diablo

Érase una vez un hombre de semblante feroz.


Un hombre temido por todos, insondable, sin duda terrorífico.

Los niños huían cuando le veían venir y los adultos agachaban la cabeza para no cruzarse con su mirada.
Medía casi dos metros y era ancho como un armario... y llevaba en su pecho un tatuaje de dos temibles ojos, casi demoníacos, que hacían estremecer a quien los veía.
Dos ojos inyectados en sangre, crueles, terribles.

Cierto día de verano, aquel hombre se fue a leñar al bosque del pueblo que estaba cruzando el río.
Cuando llevaba varios árboles cortados y estaba apunto de caer el último del día, se dio cuenta de que al lado de la orilla del río había dos niños jugando, una niña y un niño de cabello pelirrojo ambos, seguramente hermanos.
Ellos se habían percatado de su presencia, pero al no conocer la terrible fama de aquel hombre, no hicieron nada por huir.

El hombre estaba tan impresionado de que aquellos niños no le temiesen que no se dio cuenta de que el árbol que estaba talando se balanceaba.
El tronco comenzó a caer e iba en dirección a los niños.
Nada podía hacer el rudo leñador para salvarles del árbol que iba camino de aplastarles, aún así, se lanzó en un intento desesperado de desviar el tronco... pero no lo consiguió.

Por la fuerza del golpe, uno de los niños, él más pequeño, fue empujado al río donde tras segundos desapareció de su vista. La niña que iba con él recibió un fuerte golpe en la cabeza, que comenzó a sangrar a borbotones.
El hombre solo fue capaz de ponerse en pie e ir a ver si la niña seguía con vida.

Vio que la pequeña respiraba, pero el niño había sido arrastrado por la corriente del río y de él sólo podía verse su cuerpo hundido boca abajo en el agua, flotando sin vida.
Aquello le dejó paralizado, en estado de shock.

Entonces, atraídos por el inusual ruido, los guardias de la zona le vieron.
Aquella imagen, de un hombre con un hacha, sin expresión alguna en el rostro, ante una niña medio muerta, cuyo color de pelo rojo se confundía con la sangre de su cabeza, les dijo todo lo que ellos necesitaban saber.

El hombre dejó que le arrestasen y no opuso resistencia. Algo en su cabeza le decía que debía ser culpa suya.
Pasó los meses más duros del invierno encerrado en un calabozo frío y húmedo, sin quejarse, ni protestar, indiferente con el castigo que le habían sentenciado; la pena de muerte.

Llegó el día de hacer cumplir su condena y, como ordenaba la ley, le llevaron a la horca, delante de toda la aldea.
De nuevo el hombre, impasible, indiferente caminó hacia la muerte sin mirar atrás.

Con la soga al cuello, completamente desnudo, excepto por un taparrabos, le dedicó un último vistazo a su alrededor, a las personas que había en aquella plaza. Habían venido desde el pueblo a presenciar su muerte; disfrutaban y se reían con su último momento de vida.

Entonces, entre todas las personas, pudo visualizar por un breve instante una cabeza pelirroja de una niña que le miraba a los ojos, pero no con odio, sino con pena y compasión.

Abrieron la trampilla.

El hombre murió con la misma cara inexpresiva con la que había estado desde el terrible incidente.
La aldea entera celebró su muerte con una gran fiesta.

Horas después, todo el mundo se había ido. Todo el mundo excepto aquella niña del pelo de fuego.
La criatura se acercó al cuerpo y entonces advirtió algo.
El tatuaje que aquel hombre llevaba en el pecho había cambiado.

En vez de haber dos malévolos ojos dignos del diablo, ahora representaba dos ojos distintos.

Dos ojos que sin duda alguna, estaban llorando de la alegría.
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