sábado, 7 de enero de 2017

La paradoja del amor propio

Hace tiempo, yo era una adolescente enamoradiza.
Me encantaban las novelas de adolescentes, las canciones de amor y las comedias románticas.
Soñaba con vivir mi propia aventura amorosa y creía que era imposible que alguien se enamorase así de mi.
Era una cursi.

Estaba enamorada del amor. 
Típica adolescente,¿no?


Pero crecí, estuve con chicos, sufrí y me desencanté del amor. Lo odié.
Darlo todo y acabar con el corazón roto. O que te den todo y no ser capaz de corresponder.
Las noches en vela.
Las rupturas.
La presión en el estómago.
El desequilibrio.

Me horrorizó darme cuenta de que necesitaba estar con alguien para ser feliz o que alguien me pudiese necesitar a mi.
No quería depender de alguien que lo mismo un día me quería y al día siguiente me había olvidado.

Deseé que me bastase con mi amor propio.
Quise ser totalmente independiente, ser feliz estando sola.
Renegué del amor ajeno.


En consecuencia, busqué amarme a mi misma por todos los medios.
Y no era tan simple.

Tenía y tengo aún defectos.
Me miraba al espejo y no siempre me gustaba lo que veía.
Algunos días era genial y otros me sentía en la mierda.

Con el tiempo aprendí a mirar más lo bello de mi y menos lo más feo.

Pero aún así amarme a mi misma era complicado.
Por mucho que no quieras verlas las cosas malas estas siguen ahí. Y decir que lo aceptas es muy fácil, hacerlo en cambio...

Me obsesioné con ser perfecta sin darme cuenta.
Traté de eliminar mis defectos y aumentar mis virtudes para poder amarme. Para poder sentirme segura.

Es evidente que no tenía ni idea de en qué consiste la seguridad.

Y, entre otros muchos "defectos" que suprimí, estaba la yo enamoradiza, cursi y vulnerable.
Por supuesto, seguía estando ahí, pero era una parte de la que me avergonzaba y que trataba de tapar bajo capas de indiferencia.
Es más fácil que no te hagan daño cuando las cosas no te importan.


Parecía que tenía más controlada la situación. Me sentía menos vulnerable.
Pero en realidad no era así.

No era yo misma.
No estaba segura.
Y desde luego, no me quería de verdad.

Simplemente me conformaba con un lugar cómodo, pero ese lugar no era el lugar donde yo quería estar realmente.

Durante ese tiempo, seguía saliendo con chicos, pero me reservaba mis sentimientos y el amor se convirtió en un juego de estrategia. Podía soñar cosas, podía esperar cosas, pero jamás se me habría ocurrido admitirlas, ni mucho menos pedirlas.

Estaba equivocada.

No puedes amar a alguien que no existe.
No puedo amar a una yo perfecta.


Es curiosa la forma en la que me llegó este descubrimiento: sólo necesité ver a personas a las que yo amo siendo incapaces de amarse por no ser perfectas.

Si yo podía amarlas con sus imperfecciones, ¿por qué no iba a poder hacer lo mismo conmigo?

Ahí me topé con mi verdad: para amarme a mi misma, tenía que aceptar que yo amo a otras personas, incluso cuando esto me hace vulnerable.

Que deseo, que siento, que sufro.

La gran paradoja del amor propio: amarse a si mismo consiste en amar las cosas que amas, odiar las que odias y aceptar(te)lo.

No olvides que las cosas que sientes son parte de ti.



Si te tienen que querer, te querrán.
Si no eres tú mismo, nunca lo sabrás.

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